jueves, 2 de octubre de 2008

Opinión.



Estos días asistimos, impertérritos como siempre, a dos fenómenos definitorios de nuestra época. Por un lado al dogma mercantil, y por otro al papel marcadamente estético de la política, siempre dentro de su función meramente tecnócrata (Weber, Schumpeter). No es sólo que la élite gobernante vaya de la mano de un sistema económico que como ley natural (Marx) nunca puede contradecirse, sino que además ni tan siquiera plantea el debate sobre su corrección axiológica. El desfalco estadounidense, la extensionalización de las garantías - por parte de los estados - de los depósitos de sujetos privados, indican una vasayización de lo público ante lo privado, perdiéndose, incluso, el atractivo dogma ilustrado del bien general que desde Rousseau hizo acto de presencia en Europa. Pero no sólo eso.
El fin de la historia, tal como se denominó a la caída del muro y a la posterior occidentalización del bloque exsoviético, tuvo la particular característica de enaltecer lo que no es sino una opción dentro de muchas. A saber: el capitalismo avanzado. Un capitalismo que siendo prácticamente (y me refiero, claro está, a lo que entiende Kant por práctico, es decir: lo ético) muy disctutible, ha tenido la desfachatez - que en el fondo es chistosa - de caer víctima de sus propias codicias. ¿Un sistema irremediable - ya que no hay escapatoria (incluso china es el colmo del capitalismo avanzado) - cavándose la propia tumba? Algo risible. La contradicción acuciante se da entre las exigencias neoliberales de mercado libre junto a la autonomización de las condiciones materiales y las exigencias que, ahora, se le hacen al estado como defensor de lo social y lo político - una esfera a salvo, en principio, de lo natural, lo casuístico fáctico. Es decir: que por un lado se proclama la independencia de lo económico, mientras ahora, en vacas flacas, se exige su redención. Obviamente que de lo económico depende el bienestar del humano. Ya hubo un Marx en la historia que se hizo un hartón de hablar de ello.
Beck, en su Sociedad del riesgo, ya mentaba lo que ocurre estos días de una forma clara. Democratización de riesgos, privatización de beneficios. Es decir un capitalismo que ni tan siquiera es coherente. Asistimos, pues, a una practización, o etificación, de lo fáctico, de lo dado. La ley mercantil - que en el liberalismo de partida (Stuart Mill, como paradigma) se complementaba con una intimización de los valores éticos, de allí el contrato social, y el contractualismo paradigmático de Rawls - radicaba en el mundo del Ser, no del deber ser, ahora se ha visto hipostasiada al reino del deber ser, es decir al político. El darwinismo social que el capitalismo provoca se torna pues el dogma de partida, e invade lo práctico forzando su pérdida. (Algo que dicho entre comillas supone la pérdida de todo triunfo ilustrado, y un gran peligro social). Perdemos con ello todo el regalo posterior a Kant, situándonos antes de él. Es decir: se vuelve a lo escolástico.
Antes era Dios, y una vez muerto Dios, ahora es el capital. O lo que se acostumbra a decir: el crecimiento. No es sólo que el crecimiento sea crecimiento de unos pocos, sino que además se cae en la incoherencia lógica de estos días. ¿Impuestos para salvar beneficios privados? Sino fuera tan grave sería un gran y tremendo chiste. Una ironía que no es visible hoy en día debido a la pérdida de un buen quinismo (= cinismo bien entendido, cinismo de fines). La ley capitalista es el nuevo Dios. Y tal como pasaba hace siglos ahora los vasayos salvan el crecimiento, como antaño salvaron al Dios de unos cuantos.
Hay numerosos intentos de crítica ante tal hecho - toda la filosofía del siglo XX es un ejemplo, e incluso dentro de la economía con lo que se conoce como teoría del decrecimiento, una economía que tiene la decencia de asumir sus consecuencias político/éticas-. La confusión de racionalidades, Crítica de la razón pura Vs Crítica de la razón práctica (también la estética pero sería alargarnos demasiado), ya fue entrevista por Nietzsche en su primera consideración intempestiva. Allí Nietzsche se mofaba de la falacia de pasar del triunfo prusiano sobre Francia a la consideracion de la superioridad cultural germana. Lo mismo pasa aquí. El capitalismo funciona sí o sí, por la simple razón de que es una ley natural humana. Creer que debe funcionar es la falacia. La caída del comunismo no se debió, nunca, a un error de doctrina, sino a un fallo de la propia humanidad, incapaz de saber diferenciar un reino de fines, lo ético (el deber ser), de un reino de lo dado.
Ahora que los medios tácticos han fallado, lo que indica la mediocridad de todo el stablishment financiero, se hace mención al fin mercantil como fin axiológico. La confusión total.
Obviamente, a estas alturas, los gobiernos no tienen otra que soliviantar la solución, pero esperemos que tras ello se lleve a cabo un debate serio sobre las metas políticas a perseguir. Vamos a asistir a una resurrección mediática de Marx. Algo que en los departamentos de filosofía lleva decenios ocurriendo, y precisamente de mano de pensadores estadounidenses muy críticos con la posmodernidad del capitalismo avanzado (Mandel, Jameson).
Que la élite filosófica no haya sido capaz de hacerse oír fue consecuencia directa de la dogmatización del capital y su implantación sobre el debate político par excellence.
El capitalismo no puede caer porque no es algo que pueda por su propia naturaleza caer, es más bien una piedra en caída que siempre cae. Pero falla. Falla políticamente. Éticamente.
Socialmente.
Y no como corolario de un sistema. Sino como consecuencia directa de la irresponsabilidad de todos.