viernes, 27 de marzo de 2009

Sobre el texto y la interpretación.








Pocos ámbitos de estudio, dentro de la filosofía, excepto de una filosofía como en la que se enmarca esta asignatura, permiten la posibilidad de jugar en el abismo. Quiero con este escrito soslayar los límites en los que la filosofía de siempre, seria y académica, rompe una lanza a favor de la literatura. Siempre he tenido el convencimiento de que la literatura puede crear un mundo que en ocasiones es más real que el que la racionalidad técnico-positiva nos muestra; debido sobre todo a que en la literatura – y con literatura englobo un concepto muy amplio de escritos que irían de Finnegans Wake, hasta Nietzsche, pasando por Dickens y Beckett – se aglutinan tres, e incluso cuatro, si tengo en cuenta la religiosa, de las racionalidades que ya Kant tuvo a bien discernir. En el libro de Vidarte se hace especial hincapié en el texto como reunión y texto como desgarro. Como acostumbra a pasar numerosas veces en filosofía, ambas concepciones de la recepción del texto, donde el lector es fundamental, dialogan entre sí. A un solo escrito le pueden ir asociadas muchas y variadas lecturas. Y precisamente es lo que quiero mostrar con este trabajo/carta.
Me explico.
Este escrito tiene dos intenciones preclaras, ambas al mismo nivel. Una de ellas es ser parte, obviamente, de lo que me exige el programa de la asignatura. La otra es dirigir una carta a una persona muy especial explicándole lo que muchas veces nos ha llevado a discusiones en varias sobre mesas. Jugaré con ello. Intentando dar una salida válida a ambas ambiciones. Que lo logre depende, claro está, de la lectura llevada a cabo por ambas lectoras.
Jugaré con grafías, con vericuetos estilísticos. Lo que quiero mostrar, nunca demostrar, es que un escrito siempre tiene varias recepciones. Pero tampoco infinitas. En ello se podrá ver mi lateralización a favor de una lectura como la de Eco.


La hermenéutica como reunión.

Siempre choco contra aquel muro. Contra lo que muchas veces me dices es la comodidad de la teoría. La hermenéutica es una posición cómoda. Y lo es, a mi parecer, porque interpreta lo dado, es decir, lo escrito, desde una tradición que se fundamenta en la exégesis, en la válida interpretación. Aglutina lo que es el texto con lo que debiera ser. De allí su comodidad y al mismo tiempo su capacidad de crear una axiología propia, como la tradición de Gadamer. Se funden horizontes, cómo mínimo un par: el del autor y el del lector; creando con ello una mínima intersubjetividad de dos que ya crea comunidad y por lo tanto justifica, en la difícil fusión de racionalidad teórica (lo dado, el escrito) con la práctica (cómo debe ser, lo bien interpretado), cierto comunitarismo.
¿Recuerdas lo que te comentaba sobre la traducción? Seguramente la posibilidad de traducción sólo sea factible desde una nueva crítica que auspicia la intencionalidad del autor por encima de todo. Es decir: una única posible lectura, que por lo tanto permitiría el trasvase de información a otros idiomas. La hermenéutica primera, como interpretación del texto/autor, inició su andadura precisamente en tal contexto. Y si cabe con la facilidad de disponer ya de partida de un pueblo elegido que sabe qué debe decir el texto, ya que se estudiaba el decir bíblico y estatutario. Se trataría de una textualización interesada en ciertos varemos políticos de respeto. Incluso se podía insinuar cierto paralelismo con Durkheim. Una interpretación única de un texto requiere de un mismo idioma, de un mismo sistema de valores, en definitiva: de una sociedad bien urdida. O lo que es lo mismo: un paradigma hermenéutico que permita varias exégesis sin salirse nunca de lo delimitado. La nueva crítica que permite leer a los autores desde tal perspectiva no cambia nunca nada. Por eso se acostumbra a tratar de libros poco interesantes.
El texto divaga pues, por un lado, cercano a la hermenéutica. Simplemente porque permite una apología del deber ser. Pero, ¡atención! con todos los peligros que ello causa. Uno de los cuales sería el que Nietzsche denominó numerosas veces como egipticismo. Frivolizar el deber ser en un ente/ser escrito es sinónimo en numerosas ocasiones de dejar las cosas siempre como están. Es cerrar cualquier línea de fuga. Anular dos tipos de devenires. Uno de ellos el político. El otro de marcado proyecto personal. Contra el primero se levantaría Habermas. Contra lo segundo el pensamiento francés. Por eso es tan difícil justificar el quehacer de la filosofía. Porque por un lado nunca puede dejar de ser teoría, pero por otro nunca debe anclarse exclusivamente en eso. La filosofía se amplifica, se ensancha con su propia autocrítica, ya que nada le puede ser ajeno (aunque no por ello de buenas a primeras fácilmente aprehensible). Parece que caiga muchas veces en un elitismo contemplativo que nada mejora, y que es lo que muchas veces te enerva, pero que es necesario para ir más allá de lo fenomenológico.
Mi intento de aglutinar intenciones en este escrito se debe al convencimiento de que el texto ejemplifica la problemática de la individuación de las racionalidades. (De la estética hablaré más tarde) Y por eso te lo dedico. La literatura está en el limbo de las tres razones.
- La estética.
- La teórica.
- La práctica.
A todas quiere dar satisfacción, desde la intencionalidad autorial. Pero no es tanto del escribir en sí, como del leer, de lo que quiero hablar-te aquí.
Hölderlin escribió que tan sólo a los mortales les es dado asomarse al abismo. Permanecer en la cresta. Y mi opinión – y la del mismo Vidarte cuando asegura que la filosofía quizá no sea más que aprender a leer – se abraza más bien a considerar el leer como lo valioso del texto, lo que llena, lo que aglutina, lo que enlaza. Incluso el mismo escritor satisfaría tal condición cuando lee su propia obra, más que cuando la escribe. Ya que cuando escribe lo hace por razones al cuadrado. Por la que le impulsa y por la razón que satisface. El leer hace vivir al lector su propia vida mientras le regala, al mismo tiempo, cierto ser comunitarista, cierta tradición. Lees y te abrazas o te rechazas, te afirmas o te criticas. Cuando el autor, simple, aunque ónticamente, de hecho, dé una cosa u otra, se está gestando, en léxico de Heidegger; se podría decir que en el escribir el autor siempre porta, nada le es aportado, aunque entrásemos en cierta sociología de la escritura. Es cuando se lee cuando encuentra una su abismo. Cuando realmente percibe la lectora – y la lectora nunca deja de ser una persona – su desgarro. Su naturaleza de sujeto límite.
Por sujeto límite entiendo al sujeto teórico-práctico. El sujeto que se sabe, al mimo tiempo, fuente de deber-ser y objeto del ser a secas. El lector aporta y al lector le es aportado. El lector como sujeto, pues, siempre es fusión de individualidad y de cosificación, de ontología (siendo) y óntica (lo que objetivamente es). Por eso para Heidegger el leer sería la reunión que originariamente une en sí lo que nos aporta y nuestro aportar al encuentro[1]. El leer lo hacemos con el paradigma de nuestro mundo, y lo plasmamos en algo que nos es dado. Aportamos nuestra interpretación - ¡hasta en la ciencia diría Moulines que interpretamos! – a algo que nos es regalado. Por lo tanto se podría decir que re-regalamos otra naturaleza nueva al texto. Como una carta de amor, que sin tu mirada brillante es vulgar letra. Yo escribo, lanzo al mundo retoños hechos letra, que en tu mirada son redimidos como amor letrado o como palabras huérfanas.
En la lectura hay identidad con lo escrito y diferencia. Allí radica su magia, y también su peligro. Su comunidad y su proyecto personal. Sí es cierto que en la escritura puede haber mucho de individualismo modernista de proyección personal, pienso en Joyce, en Woolf - a la que llegué por ti ¿te acuerdas? – Pound, Beckett, Gombrowicz – pero todos sus escritos no son más que la plasmación de la diferencia, no la diferencia ni la causa de la diferencia, aunque sí sean la causa de la recepción social de ella. El individualismo modernista procede más bien de la raigambre romántica de no asunción en lo absoluto, parece, pues, una reacción contra Hegel y toda la caterva idealista. Su vuelta a lo rural sería un retorno al individualismo salvaje, bien contrario al bucolismo fáctico de Heidegger o a la asfixia comunitarista de Faulkner – qué buenos recuerdos- que si tuviera que ser catalogado como modernista – y su forma de escritura bien lo exigiría – debiera serlo como individualista por reacción, por rebote, por negación de lo descrito. Bien se pudiera leer Mientras agonizo como una descripción de lo que No debiera ser pero es.
Ahora pienso en Dickens, y de Dickens paso a Rorty. Fue Richard Rorty quien me hizo ver, en Contingencia, ironía y solidaridad, la necesidad, y realidad, de que fuera el sujeto límite quien aglutinara la faceta ético-política del deber-ser con el matiz marcadamente fáctico del ser teorético-instrumental, algo que ya estaba en Kant. Rorty hablaba, claro está, de la figura del Ironista liberal. Es decir: del sujeto capaz de captar la contingencia de la tradición pero al mismo tiempo capaz de justificarla, pragmática y obviamente, en un uso de ella. Rorty lo dice en su respuesta a las conferencias Tanner de Eco: En nuestra opinión, (que es la suya) todo lo que uno hace con cualquier cosa es usarla[2]. También pues con los textos. El problema de Rorty, que es su (¿nuestra?) solución, es usar el texto con fines pragmatistas, que si bien de izquierdas – su familia era trotskysta – no dejan de ser etnocéntricos, aunque al menos sinceramente etnocéntricos. No hay una interpretación válida del texto. Es más, casi se podría decir, si devengo todo lo Rorty que puedo ser, que no hay interpretación posible, ya que no hay nada que interpretar, sino que únicamente existe un uso, que, devolviéndole la broma, no puede ser otra cosa que nuestro uso, el de nosotros, es decir: un uso comunitarista, sociológico, que no pro-social. Por eso el pragmatismo de Rorty, aunque, repito, ab initio de izquierdas, termina por ser una justificación a medias de lo dado, que acaba por asumir lo que el liberalismo ultraconservador dice de su tocayo social, esto es: que todo positivismo social esclerotiza el esfuerzo individual, y en caso de Rorty, imposibilita todo esfuerzo por cambiar las cosas y, por lo tanto – y aquí sonreirás – deja las cosas tal cual están. En Rorty pues no hay interpretación sino meramente uso. No hay apertura, no hay aventura, no hay revolución, y sí medio-revueltas que mejoran las cosas para sólo aquel que, precisamente, ya porta en sí la mejoría.
Gadamer acertará en ver en el diálogo entre el texto y el lector la raíz de una nueva metafísica comunitaria. Gadamer habla de fusión de horizontes: la lectura, el nuevo diálogo como la fusión entre el horizonte del autor y el del lector, entre el ser y deber-ser. Un ser desoculto, una aletheia, una verdad como des-ocultamiento que nunca será tan clara. Ahora bien – ya sabes mi predilección por Bloch, quien escribió aquello de “¿Adónde vamos? Siempre a casa” -, ¿por qué siempre tomar lo que dijo Heidegger, de que llegamos donde residimos hace tiempo, como una justificación de la vuelta al pasado? Creo que es factible una sammlung-reunión-patriótica blochiana. No es pues necesaria una vuelta a la selva negra, tal como hizo Heidegger, ni una aprehensión inmovilizante del Ser. El Ser hay que aprehenderlo para aprender a limitarlo. Para reconocerle, incluso, su raigambre divina, injustificada – y es que la sentencia de Parménides de que el Ser es no deja de tener algo de divino -. Heidegger hace hincapié en la distinción necesaria entre el Ser y los entes, capta la identidad y la diferencia de (siempre) el mismo Ser (siendo) y los entes que siendo son diferentes. Una ontología del Aún-no cambia las cosas. Creo que Heidegger acierta al captar la reunión tras el desgarro, pero que no lo hace en la explicitación de su proceso. Acierta también al percibir la naturaleza filosófica del texto, la hermenéutica de aprehensión del ser, su manera de hacérsenos factible mediante la interpretación que el sujeto, el ser-ahí, el Dasein, lleva a cabo. Pero el mayor defecto de Heidegger es no entrar en el deber-ser. No posibilitarlo, porque seguramente no deje de ser el más metafísico de todos. Heidgger pues posibilita que en el texto se dé tanto la reunión como el desgarro. Aunque opte, siempre, por una preeminencia de la reunión, que no es más que una preeminencia del Ser respecto al deber-ser. Heidegger pues inmoviliza la lectura. Se asoma al abismo que su querido Hölderlin tan bien describió, pero entonces se da la vuelta y escapa. Su vacío moral es dar esa vuelta. Su amoralidad es no residir en la cresta, y con la gravedad de que fue de los pocos que concibió los enseres metafísicos necesarios para permanecer en ella.
Y sin embargo es Gadamer quien des-oculta plenamente el Ser. Y por lo tanto quien se nos muestra más francamente conservador. Y es que cuando se descubre que las cosas son como son poca gente se atreve a pensar cómo deberían ser. Gadamer habla de diálogo, de intersubjetividad lo que ya es un adelanto, pero como sigue hablando de metafísica – y no por ejemplo de postmetafísica como hará Habermas – tal diálogo no deja de ser una charla de abuelos rememorando viejos tiempos. De abuelos modernos eso sí, pero con las estructuras de siempre: de aquellos, incluso, que leen en voz alta, porque nada hay que esconder y porque la lectura es algo comunitario. - Cierto es lo que Gadamer dice de que es un hábito relativamente tardío lo de leer en voz baja. Pero que sea tardío no equivale a que sea malo-. Gadamer cree que el texto mediante la hermenéutica se hace de nuevo lenguaje. Sería, pues, una herencia del texto, o de la palabra como mero significante, Saussure, de un significado estanco. Y la metafísica es de lo más estanco. ¡Qué lejana sería la interpretación de Davidson y su tocayo Rorty! Hermenéutica pues en estado puro. Exégesis de lo dado. Y lo dado es siempre pasado. Lo ya sido. Y sin embargo el texto se hace en quien lee. Cuando tú lees haces el texto, me lo devuelves, me lo defines; y yo entonces puedo volver a leerlo con su forma ya dada. Esto sucede en la carta par excellence. La carta de amor, para que sea de amor, debe esperar a que tú la leas. Y según tu reacción será de amor o será una carta de desgracia. Sí, es cierto, que parte de un impulso de amor. Pero es que precisamente el texto no es algo muerto. Sino, todo lo contrario, algo vivo. El texto vive y se define, ¡por eso es algo que conlleva reunión, pero no sólo reunión! Gadamer acierta en parte. Un mismo texto ¿éste? puede ser motivo de reunión o de desgarro. Una ontología del texto, y es que el texto es algo que va siendo, tiene un ser pero también un aún-no-ser. En definitiva en el texto se amalgaman varios de los problemas a los que la filosofía lleva dando vueltas durante siglos. Incluso la capacidad del texto como ser/ente que se abre y abre, que se critica y autocrítica, ya tiene mucho de filosofía. Uno de los intentos más extremos que, por lo menos según mi experiencia, se han intentado llevar a cabo en literatura es Finnegans Wake. Sabemos que Joyce quería describir un sueño. Pero quería hacerlo con el propio lenguaje del sueño. No quería, pues, una interpretación realista, sino una autobiografía onírica. Siempre se ha dicho en los ambientes literatos que Joyce fracasó. ¿Realmente lo hizo?
Mi opinión es que no podía no hacerlo. Finnegans Wake es el texto de mayor desgarro a los que he tenido acceso. A mayor desgarro menor reunión. A mayor dificultad, incluso, mayor bohemia, menor comunidad, ¿más frikis? Finnegan wake no puede ser entendido del todo porque es lo más individual que puede darse. El inconsciente freudiano en toda su amplitud. Es más. ¿Acaso no se rompe en Finnegans Wake la mínima comunidad de dos gadameriana? Quizá incluso ese sueño letrado no tenga destinatario y sea un texto huérfano, cuyo éxito radica precisamente en no ser entendible. Y por lo tanto intraducible, por mucho que se empeñen. Incluso se podría decir que Joyce al escribir quiere despojarse de toda intención – quizá allí radique parte de su fracaso de facto, en no poder hacerlo – y escribir obviando la naturaleza saussuriana del significante. El problema radica, pues, en que a Joyce no se le es devuelto el texto. Al menos no en toda su amplitud.
Para Gadamer el texto pierde al ser escrito. Ya que, digamos, no es tan lenguaje como es al ser hablado. Creo que la visión especular de lo escrito respecto a lo hablado es un gran lastre para la hermenéutica. Una parte de la antropología, sobre todo Goody, incidió especialmente en la influencia que tiene la escritura alfabética para la articulación de un pensamiento abstracto. Hoy en día la filosofía es fundamentalmente filosofía lectora. No sólo porque tenga mucho de ecléctica debido al volumen de creaciones conceptológicas con las que contamos, sino, como dice Vidarte, porque leyendo aprendemos a heredar. A heredar lo antiguo, y también a heredar pasados futuros, como decía Heidegger. Lo que nunca sucedió pero pudo haber ocurrido.
Todo texto porta algo de reunión en su seno. Algo que nos une, como pareja, como departamento, como sociedad, como comunidad lingüística. Allí radica su naturaleza práctica, ética. En su posibilidad. Pero posibilidad también de lastrar, de contaminar, de intoxicar, de inocular valores establecidos, normalizados. Incluso en cuentos para niños, en películas (¡sic!), hay un nosotros que emotivamente puede gustarnos pero que nos carga de una axiología, que no siempre tiene porque ser injusta, pero que sí puede también serlo. La filosofía es esa crítica. Es ese intentar ver. Un tan amplio ver que parece estar más tiempo justificando su vista que simplemente mirando. Por eso la filosofía crece y crece y cada vez se aleja más en su intento de ver en globalidad. Por eso a veces parece que la filosofía hable de abstractos lejanos. Cuando realmente habla de los que nos configura.

La escritura/lectura como ruptura.

“Lo que distingue a las obras que integran este género (se refiere a la teoría) es su capacidad para funcionar no como demostraciones dentro de los parámetros de una disciplina sino como nuevas definiciones que desafían los límites interdisciplinarios[3]”. La noción de filosofía que aquí se defiende, y que es aquella que tiene en Deleuze a su más ilustre representante, capta el quehacer filosófico como una creación de conceptos. Los conceptos filosóficos se construyen, obviando así su implantanción en un paradigma de verdad o mentira, y se mantienen mediante un continuo interés en ellos. Las obras de Kant, de Nietzsche, de Bloch: todas ellas pueden ser vistas mejor como una creación de conceptos, un arte de conceptología más que como un descubrimiento de La Verdad. En el caso de Kant su reino de fines ha creado toda una herencia ética. En el caso de Nietzsche más bien, y por desgracia, una bohemia que lo malentiende y que perpetúa una adolescencia que calla. ¿Recuerdas el chaval que no habla de La pequeña miss sunshine? Tiene un retrato de Nietzsche grabado en una sábana en la habitación, y ha decidido permanecer callado. Hace pesas y lo mira, lee y lo mira. Quiere hacerse digno a los ojos de Nietzsche cuando es precisamente siendo niño como le sería digno. Pero él no deja de mirarlo. Quiere cumplir un sueño, cuando la madurez del niño es jugar sabiendo que juega. La del hombre soñar sabiendo que se sueña. En el caso de Bloch su esperanza utópica, que no utopista.
La validez ética y filosófica de todos ellos, como simples ejemplos, no radicaría pues en una verdad, que el pos-estructuralismo ya considera inviable, sino más bien en una validez que todos acogeríamos. No estamos lejos pues de la racionalidad dialogal de Habermas. Pero sí de la Gadamer, en cuanto Gadamer se refiere a una hermenéutica exegética y por lo tanto de una filogénesis pasada, ya dada, hispotasiada. El diálogo – según mi parecer – se enmarca más en una acción comunicativa hacia el consenso que hacia el recuerdo. Estamos en agua pantanosas. Lo sé. Sabemos lo lejanos que se encuentran los pensadores franceses de la diferencia de los representantes del círculo de Franfurt de la razón comunicativa. Obviamente se trata de una semejanza de facto no de iuris. Habermas abogará por una igualdad, los pensadores de la diferencia más bien por una convivencia de lo irreductiblemente diferente. Es decir: de nuevo el abismo, la cresta entre el ser y el deber ser, el sujeto límite, como me ha gustado denominarlo en este artículo/carta, manejándose en la dificultad de un camino (= la cresta) que deja entre la realidad casposa de la rutina comunitaria y las alturas celestes a un individuo. Un individuo que no es otro que el lector.
Un lector que se abre al otro. Que no es pues el supersujeto. Es decir: la tradición. Ésa es la crítica que Vidarte hace, recogiendo otras muchas, a Gadamer. Esto es: retornar hacia el pasado la validez de la empresa heideggeriana y restarle posibilidades de futuro. Aquí también estamos más cerca de Heidegger que de Gadamer. Sobre todo del Heidegger valiente del Ereignis. Seguramente Ereignis pueda ser identidad-diferente (suena a la diferencia indistinta de Sloterdijk que tantas veces te he nombrado, el frikismo estético como su más cruel representante). Y es que es el lector, precisamente el lector, quien juega en el abismo. Más que el escritor. Porque el escritor sólo puede jugar en el abismo cuando se cree lo escrito por sí mismo. Y eso cuesta. Cuesta mucho más de lo que quizá creas. Es allí, en la lectura que aporta comunidad y recibe diferencia donde el lector puede ejercer de sujeto límite, y con ello de sujeto práctico kantiano (Rorty mencionaría a su ironista liberal) y aglutinar el Ser con el deber – ser. Es decir: hacer que lo que debe ser sea. O lo que es lo mismo: el sueño hegeliano antropomorfizado, la ilustración satisfecha. La modernidad cumplida.
Y curioso que así sea. Estaríamos, entonces, en una posmodernidad más cercana a la ilustración insatisfecha que a su simple imposibilidad. Y es que esa esperanza nunca ha dejado de estar allí. Incluso en alguien como Baudrillard, cuando habla de diferencias irreductibles, se mastica cierto poso de anhelo “comunitario”. Muy entre comillas. El sujeto narrado de Ricoeur es la vuelta francesa de nuevo al sujeto y a la proyección personal. Y es que en él ya tenemos algo del sujeto límite. Vidarte dice que pretende esbozar una analogía con la fusión horizóntica de Gadamer, pero que fracasa en el intento. Seguramente debido a que Ricoeur equilibra la posición del lector y el autor. Vuelve al sujeto pero para volver a dejarlo desdoblado, en el suelo o en las alturas, redime el sentido del texto en la lectura, su phármakon como interpretación, pero también como auto-interpretación. La subjetividad del lector se des-subjetualiza para poder captar el sentido del texto, para interpretarlo, de ahí su acercamiento matizado a Gadamer, pero al mismo tiempo se re-subjetualiza en su comprenderse en el texto. Por lo que volvemos a la sammlung.
El equilibrio anhelado por Ricoeur es un Dios Bogavante herido. Anhela aglutinar dimensiones, pero fallece en el intento. Muchas veces creo que tal equilibro es inaprensible, y que es su búsqueda, como la búsqueda de la verdad de Lessing, lo que supondría nuestro más fiel acercamiento. La satisfacción extrema a la que podríamos llegar en una pretendida docta ignorancia. Por eso la filosofía te parece tan lejana, porque no es acumulable, sus logros son efímeros, porque son puestos de nuevo en vereda por ella misma. La filosofía no es ciencia, aunque participa de la ciencia, no es simple arte, aunque también participe de él. Ahora resulta que ni el simple leer es ya un simple leer. En el fondo es como si la filosofía se hiciera lectura. Capta lo dado y le da mil vueltas, lo gira, lo regira, para al final aprehender que tras lo escrito, lo dado, el Ser, se esconden múltiples expectativas de realización humana. La filosofía es lectura. Es anteponerse al mundo y pensarlo, interpretarlo, marujearlo (sic) de cabo a rabo. Sospechar de él, diría Nietzsche. Ya en nuestro instituto se hablaba de los filósofos de la sospecha ¿te acuerdas? En definitiva que sea el lector quien tiene el papel principal es algo que se puede intuir, del mismo modo que es el filósofo quien pone de su parte en la interpretación del mundo. Como la cita de Hölderlin. A sólo él o ella le está permitido asomarse al abismo. Por eso la filosofía es teoría. Porque es el paso anterior a la praxis, le antecede estructuralmente, le antecede por derecho. Aunque no siempre de hecho, que es lo que suele exacerbar a los críticos de la filosofía, también a ti. Por eso la filosofía propiamente dicha nació en Grecia. Sí hubo sabidurías, y artes sapienciales, pero no hubo crítica antes de Grecia. De la política, de la isegoría y la isonomía nació la democracia, de la democracia la filosofía propiamente dicha, y por eso muchas veces digo que la filosofía siempre es política. Cuando se habla del leer, del interpretar, de fusión de horizontes, de Ereignis en Heidegger, de devenir en Deleuze, todo tiene su connotación ética. Cuando se lee sin aportar nada al texto, sin criticarlo – y la filosofía no tiene una noción de crítica siempre negativa sino más que nada autorreflexiva, autopensante, autocriticable – se están dejando las cosas como están. Aunque se esté haciendo con buena cara, con buenos valores, con una buena ética de por medio. Y toda ética tiene mucho de filosófica. Cuando se aboga por una única lectura se defiende una recepción conservadora. Aglutinante de sentido, de un sentido donado por la tradición – por una tradición que no tiene porqué ser de facto inmoral – pero que sí lleva implícita en su interior una tendencia clara hacia el egipticismo, hacia el quietismo. Por lo tanto es al lector al que le pertoca reunir, en una sammlung interpretativa, lo leído; del mismo modo que le conviene diferenciar, desgarrar, lo heredado. Sólo en él se dan ambas prácticas categorialmente a la vez, al unísono. Dos prácticas diferentes en un solo sujeto. El sujeto-límite que danza como un trapecista, entre el soñar del deber ser, algo muchas veces criticado como utópico, y que se cimienta, a la vez, en lo dado, en el hecho, en el dato. Soñar sabiendo que se sueña, la frase que para mí mejor define la madurez. Creer sabiendo que se cree, dirá Vattimo. A fin de cuentas es lo mismo. Un pensamiento débil que tiene su debilidad, precisamente, en saberse pensamiento. Eso que tan a menudo es hoy en día puesto como más a más, como lujo, como innecesario.
La diferencia puesta en escena por los pensadores franceses no es inmoral, ni conservadora, en esto creo que Habermas yerra. Es más bien lo que debe ser moralizado. Mas no como una hipótesis tamizada por una entrada de diccionario, tal como Campbell apuntará en filosofía de la ciencia. Todo lo contrario. Será la ética la que deberá hacerse en esa diferencia. ¡Y allí entra el lector! Porque no es un retroceso tipo Heidegger hacia la reunión. Es una sammlung que se hace en lo distinto. Porque lo diferente es lo irreductible, es la tradición –adoptando terminología gadameriana – la que deberá moldearse, porque es ella la que se hace, y la que deberá ser redefinida una vez y otra, una vez y otra. Es algo similar a lo que hace Rorty con Dickens. Pero con desinterés. Y no con un usufructo etnocentrista como el suyo. La lectura es desgarro porque lo capta, e incluso lo fomenta, pero es también reunión porque los reúne (a los desgarros, a las diferencias) en una experiencia afín. La interpretación es la clave de bóveda de tal arquitectura pro-lectora. Y aquí aparece:

Ernst Bloch. Fumando en pipa.

Fumando o no, Bloch anticipará la posibilidad de que la patria, el lugar de reunión, la sammlung futura, sea algo aún por venir. Es una ontología válida para el negarse-a-heredar-lo-establecido de Barthes. Vidarte lo explica estupendamente: “La lectura hace pedazos la estructura, disuelve todo saber científico y reduce a la nada la tecnificación del acto de leer metódico, sometido a reglas[4]”. Con Barthes pues comenzamos la andadura por los lectores de la diferencia, por la desigualdad de una correcta interpretación de lo dado. No es de extrañar que Barthes hable, entonces, de una placer de la lectura frente a una frialdad de la crítica respecto a la propia literatura. La ciencia de la literatura es la literatura[5]. Ni que se recobre un papel preeminente para la escritura, en cuanto ya es lectora de la diferencia, y no opta por anhelar exteriorizar ningún secreto, que sería lo correctamente interpretado por un lector ideal. Más bien se atreve a librar una batalla contra-teológica, propiamente revolucionaria, ya que negarse a detener el sentido es finalmente rechazar a Dios y sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley[6]. Barthes, pues, opta por una recepción de la lectura procedente de Nietzsche, el cual se niega a valorarla como una lectura de consumo, como un apropiarse de algo, y sí más bien como un auto-aportarse mediante y en el texto. Ya no hay alétheia derivada de la concepción clásica del texto como tejido de un velo que oculta la verdad[7]. Sino un desgarro, una desestructuración continuada, una estructura enloquec[8]ida. En definitiva: un aportar de la lectura (heideggeriana) más valiente… ¿Y qué pinta Bloch en todo esto? Te preguntarás. Bloch solucionaría esa ruptura llevada a cabo por Barthes, en una comunidad aún por llegar: en una sammlung futura, aún-no devenida. Barthes rompe una lanza a favor de la ilegibilidad estancada. Sí habrá momentos para él en los que podrá devenirse un sentido interpretado, pero tan sólo serán instantes diacrónicos, nada de aión griego, nada, pues, de instantes eternos en los que concebir el (sujeto) límite como conjunción del Ser y el deber ser. Lo que Barthes está imposibilitando para la filosofía es una concepción de reunión ya dada, perdida, y que deba ser re-encontrada. Todo punto de unión será algo por encontrar. Algo tan difuso que una vez conseguido se escabulle entre las manos, promueve la búsqueda. Pero la promueve en un lector que – ahora, y gracias a él – es un intérprete activo, que se atreve a aportar más. Nada pues de los individuos perezosos que el liberalismo conservador abogaba – simplemente para justificar su propia preeminencia -, pero tampoco nada de un esoterismo – a lo Péndulo de Foucault – que niegue posibilidad de aportación a nosotros los simples comunes.
De Deleuze (ése que nunca sé pronunciar bien) Vidarte dirá que: es un rechazo completo a la ley del sentido, de la verdad, de la univocidad[9]. Frente al lector perverso de Barthes, el esquizofrénico de Deleuze: lo nómada. Frente a lo estriado lo liso. Sabemos cómo en Deleuze se arguye al devenir como línea de fuga: como “auto-método” para la consecución. No extraña, nada, absolutamente nada, que se recupere la figura del anti-Edipo. A:

La metafísica.
Lo estanco.
Lo egíptico.
Lo teológico.
Lo paternal (Qué feliz sería Freud).
Lo por interpretar.
El significado.
La estría.
La arborescencia.
Lo pivotante.

A todo ello se le opondrá la figura del esquizofrénico como fuente de total desgarro. Deleuze se situará en las antípodas[10]. Ampliando hasta límites insospechados las posibilidades que el sujeto adquiere a la hora de proyectarse hacia sí mismo. Dice Vidarte: “La lectura y la escritura caerán fuera del ámbito de la interpretación. El texto no es tejido que abriga un significado estructural sino un texto-máquina, lo suyo es producir, proliferar, maquinar, no decir, ni expresar y mucho menos representar o jugar a los secretitos[11]. A más claro, agua, ¿no crees? Se trata, más bien, de un lector rizomático, más proclive a la horizontalización por líneas de fuga que a la estría de un esencialismo precoz. Esto es: más un nomadismo que un sedentarismo. Además, la nomenclatura del nomadismo nos ayudará en la andadura. Los nómadas exploran, divagan, cazan, corren, no huyen más que del propio sedentarismo (aunque no debemos ver en ello una reacción anti-sedentarista en sí, ya que sería más metafísica en cuanto anti-metafísica, es decir filosóficamente lo mismo) sino otra forma, otro nivel, (planómenos, etcétera, etcétera). Ahora bien: los nómadas al llegar la noche, al final del día, se reúnen. No huyen tras la reunión, sino que huyen para acabar en la reunión. Y alumbrados por las ascuas, todos ellos, reflejando en el fuego sus miradas cansadas pero brillantes, se relatan unos a otros sus pensamientos, su cómo ha ido el día, sus historias, sus cuentos, sus chistes. Y deben (sic) estar bien porque ríen. Debe ser (sic) agradable y rebosante de sentido aquellas reuniones a la luz de las estrellas. Terminan, en definitiva en ella, en la reunión. Tras el día huyendo al final, en la noche, la reunión. Vidarte también lo capta y lo cita al final del capítulo dedicado a Deleuze: “Lo decisivo es la sensibilidad, la amistad, la inclinación hacia la multiplicidad o hacia la sammlung”[12]. No se está haciendo más que reconocer la sempiterna diferencia, que no discrepancia, entre el Ser y el deber ser kantiano. Pero se insinúa, ya, que la reunión si debe darse, ¡que debe! no será como punto de origen, sino como logro final, no como lo dado (como reino del Ser) sino como lo aún por venir, lo aún-no blochiano, como lo utópico. Bloch escribió aquello de que lo que jamás ha sucedido, sólo eso no envejece nunca. Así pues la diferencia dará la reunión. Porque es reunión y no fusión, reunión de diferentes, de distintos, de arborescencias fasciculares dentro de un mismo rizoma, y es que para que se reúnan varios debe haber varios, muy de cajón pero muy gráfico. Por su parte Marcuse hablará de pluridimensionalidad frente a la unidimensionalidad actual – que ya hace años que es actual-. La reunión, pues, no es un cómo debieron ser las cosas – en nuestro contexto cuando fueron escritas – sino, más bien, un cómo deberían ser – una vez leídas-. El deber ser, el reino de los fines, la moral/ética, no se explaya como una ley positiva-mecánica hacia el pasado, sino que se prolonga como una esperanza hacia el futuro.
Derrida verá la lectura como un campo de fuerzas. Él
Derrida fumando, también, en pipa.

hablará de atonalidad. “Toda lectura vendría a cambiar el tono, a romper el tono, dando lugar con ello a la dispersión de las diferencias tonales. La multiplicidad misma de esas diferencias torna imposible el deseo de recogerlas en una única tonalidad”[13] dice Vidarte. Buscar la sammlung no será gracias a Derrida una exploración hacia un tono neutro. La postmetafísica ya nos educó para aprender a saber que no existe ninguna neutralidad en el tono, ninguna inocencia[14]. Sino más bien todo lo contrario. Todo está cargado de valores, de axiología, de una determinada manera de ver las cosas, que mediante el poder de crear conocimiento (incluso una determinada libertad), dirá Foucault, nos normaliza y nos gesta, nos define, y nos libera del mismo modo que nos puede cancelar. Por eso el cómo se lea, el cómo se interprete, despierta ciertas microfísicas de poder, no todas injustas, y es que el poder no debe entenderse únicamente como dominación – allí herró Weber – que lastra la interpretación. Por eso aprender a leer es un ejercicio de libertad. Porque leyendo se trastocan todos esos supuestos. Leer (des)afinando el oído, modulándolo, conmoviéndolo[15], es permanecer en la cresta, es permanecer entre el abismo y la patria, en el umbral de la puerta, a la vera del hogar mientras la tormenta sacude con un vendaval todos nuestros supuestos. Y aquí estoy hablando yo, y no Derrida. Y es que para él no hay posibilidad alguna para la reunión o el recogimiento de la lectura en una tonalidad única[16]. Leer será siempre para él diseminación, aunque no con ello quiera decir que la diferencia sea convivencialmente insufrible. La posibilidad del acuerdo vendrá siempre dada desde la imposibilidad de un acuerdo absoluto[17]. Se vislumbra, pues, lo que comentaba más arriba: la ética no como tamiz-diccionario igualitario, sino lo diferente como lo digno de la ética, como agregación. Precisamente pueda ser interesante lo que Baudrillard mencionaba respecto a la multiculturalidad. No se trata de una ética – y desde el principio veo la ética como sammlung práctica – con un léxico demarcado. Se trata más bien de una ética (de una interpretación) que se va dando. Confusión de interpretaciones.
Reunión de átomos.
Reunión de diferentes.


Para terminar.

Cuando Kant escribió la Crítica del juicio lo hizo motivado por la necesidad de tener un puente entre las dos razones que sus anteriores críticas parecían haber distanciado de un modo inhumanizable e irreductible. Por un lado el ser, por otro el deber-ser. Su metafísica, recogiendo el legado de tu odiado Hume, se había alejado de lo teológico dado, pero se afanaba en buscar su resolución en lo teológico por venir, en lo práctico, es decir: en donde al humano le era permitido, sino obligado, participar – lo ético-. Está claro que en la escritura, es cierto, el autor deposita variada, sino mucha, intencionalidad. Pero se trata de una racionalidad, con intención, plana – una racionalidad como la de siempre – de medios fines, imprescindible, es verdad, pero odiosa en cuanto su invasión unidimensionadora de nuestro mundo vivido. El escritor se puede realizar con ello, obviamente, pero no lo vive como lo dado, lo vive como lo creado, como lo soñado, y es que sigue siendo unidimensional mientras escribe - aunque ello no sea malo-. Diciéndolo con Heidegger: el escritor aporta, pero nada la es aportado. Otra cosa es que como sujeto tenga sus tradiciones, sus influencias, sus psicologizaciones que se vean reflejadas en su obra.
Y es que el escritor sería más parecido a Dios sin serlo. No estaría en el abismo, sino en la cumbre de la montaña. Y por el mismo motivo no podría captar el límite, permanecer en el umbral.
Si leyéramos de un modo diferente a cómo lo hace el sujeto-base tenido en cuenta en la Estética como ideología, de Eagleton, por poner un ejemplo, podríamos captar la estética de una manera más kantiana. Es decir: como puente entre lo teórico y lo práctico, entre el Ser y el Deber-ser. Mi opinión es que tal posible lectura tiene más posibilidades de llevarse a buen término mediante una interpretación articulada en la diferencia, en la diseminación, que en una posible reunión inicial. Algo que nos seguiría llevando a una estética no ideologista, sino ideológica en sí. La reunión devendría al final, en una posible patria blocheana, y sería como reunión de irreductibles, nunca como fusión de lo mismo, como Urstoff, como magma preoriginal que no permite la diferencia.
Es tarea del lector transformarse en Bogavante. Aglutinar ambas dimensiones. Entre lo que interpreta y lo que aporta, entre ambos, está la posibilidad de que el lector reúna los desgarros, sin obviarlos, claro está, sino todo lo contrario, considerándolos como lo dado, como El ser siendo entes dispares. La reunión, pues, no pertenecería al reino del Ser sino a la utopía del deber-ser. La reunión se logra. A la reunión no se vuelve, a la reunión se llega. Como los nómadas. La lectura, pues, como lo a interpretar interpretando. Porque la lectura capta diferencia mientras se diferencia, pero también capta diferencia mientras quiere reunir, mientras iguala (prácticamente) en la diferencia. Que la diferencia sea irreductible no implica que no sea reunible, pero sí implica que no sea unificable. Y no digo re-unificable, porque es la diferencia lo original.
Es la diferencia lo que Hay. Y la reunión respetuosa con las diferencias-distintas (Sloterdijk) lo que debería haber, lo que debería ser.
Sebald, en sus libros, por ejemplo Austerlitz, sitúa fotografías entre sus grandes descripciones. Se juega con grafías en Murakami, con soliloquios en Joyce, con feedbacks en Faulkner, con variaciones de registro, de nuevo en Joyce, con escritura semi-infantil en Erri de Luca, con intención de querer escribir un libro exclusivamente con citas en Benjamín, con variaciones de formato en Derrida… La literatura se hace válida en todos ellos, en todos los discursos que se puedan encontrar la literatura se hace factible. Nada le escapa. Pero tampoco a todo escapa. Se juega, se huye de lo establecido, mientras se permanece en lo establecido. Uno se diferencia pero mientras permanece o ansía la reunión. Hidalgo Bayal, en su maravilloso libro Paradoja del interventor, se refería a la libertad del mendigo en un aspecto análogo. Cuando se es libre de ir a cualquier sitio, lo cito de memoria, uno se da cuenta de que realmente no es libre. Sino casi esclavo de su propia libertad.
La filosofía, que tantas veces nos ha hecho dialogar acaloradamente en varias sobre mesas regadas de buen vino, corre por el abismo, y por eso recurre tanto a la literatura, y por eso la literatura tiene tanto de filosófica y vuelve a recurrir a ella. La praxis del deber ser necesita de la teoría, porque de ella nace. No hay lo que debería ser sin pensamiento por el medio – incluso toda teología requiere hoy en día de filosofía de la religión para no caer en el fanatismo, y lo dice alguien fuera de toda duda de agnosticismo como Gómez Caffarena -. Porque sin pensar esperanzadamente no hay un lugar al que querer llegar. Y porque sin el Deber ser no hay manera de justificar la crítica ética.
Ni posibilidad de defender a los vencidos.
Son las 12:51. El texto nace en la interpretación. En ella se gesta. Y en ella adquiere su naturaleza. Incluso su validez pluridimensional. Por eso he intentado, supongo que nunca se termina por lograr aquello que el autor busca, trabajar un escrito, y lograr que sean leídos dos. Y es que creo que en la literatura, como fiel reflejo del sujeto-límite, se pueden reunir la diferencia y la misma reunión. Hölderlin escribió que tan sólo a las mujeres y a los hombres les era permitido asomarse al abismo. En los abismos radican los vértigos que nos hieren, pero también las mejores vistas que no llenan de fulgor y nos alegran.
Por eso está justificada una lectura y relectura de todos aquellos que han permanecido en el abismo, para abrazarlos en nosotros, y también para poder negarlos en nosotros. Y es que no siempre, aquellos muertos vivientes que me acosan, los filósofos de la sospecha y/o la diferencia tienen razón.

Cuando comunicamos a alguien nuestro conocimiento,
dejamos de amarlo suficientemente.
F. Nietzsche.

No, realmente no siempre la tienen.











[1] Paco Vidarte. ¿Qué es leer? La invención del texto en filosofía. Tiran lo Blanch. Valencia, 2006. páginas: 20.
[2] Richard Rorty. El progreso del pragmatista. En Interpretación y sobreinterpretación. Humberto Eco. Cambridge. 1995.
[3] Jonathan Culler. Sobre la deconstrucción. Teoría y crítica después del estructuralismo. Catedra. Madrid 1982.
[4] Paco Vidarte. ¿Qué es leer? La invención del texto en filosofía. Tiran lo Blanch. Valencia, 2006. páginas: 140.
[5] P. Vidarte. Op. Cit. Páginas: 143.
[6] Idem. Páginas: 144.
[7] Idem. Páginas: 158.
[8] Idem. Páginas: 178.
[9] Idem. Páginas: 179.
[10] Idem. Páginas: 188.
[11] Idem. Páginas: 189.
[12] Idem. Páginas: 206.
[13] Idem. Páginas: 226.
[14] Idem. Páginas: 228.
[15] Idem. Páginas: 229.
[16] Idem. Páginas: 230.
[17] Idem. Páginas: 230.