La historia de este libro es conocida. Quizá menos en nuestro país. Pero sin embargo es un libro que impresiona se lea donde se lea.
No es un libro de grandes conclusiones. Como gran libro periodístico su papel es mostrar con una frialdad pasmosa aquello sobre lo que otros teorizan y charran en bares y sobremesas familiares. Además es de agradecer el papel distante que Wallraff asume desde el principio; encomiable su capacidad de partirse en dos.
El tema es sencillo: un periodista alemán se disfraza de turco durante un largo tiempo, sufriendo en sus propias carnes lo que una república democrática, como Alemania occidental dice ser, ofrece al emigrante. El resultado es sobrecogedor. Es un libro que todo lector de este blog debe leer. Además creo que debe encontrarse abundantemente en bibliotecas. Se podría hablar tanto de lo que este libro sugiere que supera todo límite que debiera definir una crítica escueta.
La explotación laboral, el racismo encubierto en buenas palabras, y la peligrosidad del manejo de palabras sin sentido ni significado alguno, pueden entreverse en este gran reportaje. No hay juicios de valor: simplemente un retrato tan fiel que hace que choquemos con nuestras meras demagogias, en las que todos somos duchos, y lo que es peor, de las que todos nos aprovechamos.
Sólo hay una conclusión dice Wallraff y es aquella que se aleja de ver en los principales personajes reales del libro algo puntual, anecdótico. No juzga al capitalismo sino que lo describe. Y esa descripción, llevada a cabo desde lo más bajo de la estirpe proletaria, debiera hacer pensar a más de uno. Marx ya insinuó que el problema del capitalismo (o mejor aún: su problemática) era estructural. La prolongación al darwinismo económico, al burgués ensalzamiento de la lucha diaria por un objetivo fáctico, arrastra con ello a los pobres, a los menos listos, a los menos guapos (incluso hoy en día) y a otras etnias. Y del mismo modo que un rico determinado no es el problema en sí; tampoco es la solución en sí el trabajador que sólo aspira a ser también rico.
El movimiento financiero de hoy en día contiene en sí una paradoja. La que permite creerse ético en las formas, mientras tu dinero sucumbe al infierno de nula eticidad. La falacia que te permite felicitar, con plena sinceridad y alborozo (de ahí que hable de problema estructural) la navidad a tus sobrinos y regalar juguetes a los niños pobres de tu barrio; mientras tu dinero en el banco sirve a objetivos inmorales, y fines bélicos, imperialistas y un largo etcétera.
Creo que la banca ética debe ofrecer y no en largo plazo una solución a esta falacia. Porque la revolución está en cada uno y en cada debe llevarse a cabo. Esa inconsciencia, ese ser pasto de dialécticas de poder (en el caso económico, del poder hacer), es, en mi opinión, uno de los factores más característicos de nuestra sociedad.
Mostrar esa tensión en la que nos movemos es lo que este libro tan bien consigue. Y lo que toda literatura social debiera apetecer. Dickens nos enfrentó al dolor de los cercanos y forjó en nosotros cierta empatía. Lo que ahora sucede, sin embargo, es que esos seres sufrientes se nos esconden en democracias pretendidas de tiempo libre y consumo de ocio.
De un ocio mal entendido; de un ocio que trístemente está bien lejos de crear.